La actitud ante la vida de Gerardo Piña-Rosales se proyecta en el sugerente y lúdico lenguaje de cuño cervantino de su escritura, y en el del ojo, inmerso en la ilusión y simetría que define el objetivo en sus fotografías. De allí vienen su criptografía y cosmogonía singulares, su mirada en pos de los orígenes míticos del mundo y su observación proustiana, ajena del todo al fair play de la actualidad. Piña-Rosales no es un escritor que se oculta y desaparece en los entresijos del texto; es él quien habita todos sus personajes, aunque estos –hombres y mujeres– vivan en diferentes espacios y circunstancias.

Lo confirman, de hecho, sus fotografías imbricadas con su escritura: luz y sombra, resplandor y oscuridad, tecla y disparador, artes integradas e intertextuales que conforman el todo de su visión. Español, andaluz, marroquí, hispanoamericano y homo manhattensis, hombre de buen corazón (como bien lo define un amigo en algún escrito que encontraremos en este libro) y de todas las latitudes, tampoco ceja en denunciar lo abyecto, como lo hace en «Mis amados condiscípulos», de cara a quienes ejercen y abusan del poder político en la España de hoy.

O frente al capitalismo salvaje y sus injusticias en Don Quijote en Manhattan, o bien ante la misma urbe –«aborto del Bosco»– que tanto ama y detesta a la vez. Y es que escribir es, en sus propias palabras, respirar por la herida. Y fotografiar es la evocación más activa de una realidad que se surrealiza de un modo natural y a la vez fantástico. En sus escritos e imágenes de nada valen ni la mimesis ni lo anodino.

Gerardo Piña-Rosales nos regala textos que no solo atrapan la atención de los lectores, sino que de muchas maneras triunfan de la Historia con las armas de la ficción, dotándola de actualidad y verosimilitud (además de acompañarla con el guiño de la duda). Quienes lean este libro y se asombren con sus fotografías, se recrearán ante el banquete de conversaciones y entrevistas que conjuran la esquiva cualidad de lo intemporal.