Obra completa Lowell en ABC Cultura

«Poesía completa 1 y 2», las muchas máscaras de Robert Lowell

Altura de miras y grandeza, gran poesía y gran cultura inoculada en vena, en los dos tomos que reúnen la obra de Lowell

Malos tiempos para la lírica lo han sido todos, pues lo que éste género tematiza no es el sistema de la cultura sino precisamente lo contrario: su disfunción. Por eso hay que agradecer el que, en todas las épocas por ásperas y bárbaras que fueran, haya habido una serie de creadores empeñados en mantener vivo el fuego del lenguaje y el sentido de la tradición. Robert Lowell ha sido uno de ellos: alumno aventajado de Crowe Ramson y de Allan Tate, y discípulo voluntario de Pound, cambió las reglas de juego de la poesía escrita en lengua inglesa.

Y lo hizo desde un culturalismo, muy bien asimilado, a partir del cual -y según se independiza de guías y maestros- se libera de la prosodia antes usada y ajusta su escritura a formas métricas más breves, próximas tanto al ritmo de la prosa como al de la lengua coloquial. Dueño o víctima -es difícil saberlo- de un yo múltiple y plural, adopta una primera persona gramatical que sirve de voz a muchas otras que su escritura acoge a manera de diferentes -e incluso contradictorias- máscaras. Conocedor del griego, del latín, del alemán, del italiano, del español y del francés, su poesía es como un arcoíris de la poesía de todos los siglos ensamblada a modo de teselas en el corazón del nuestro. En el soneto -heredero del antiguo epigrama- encuentra un molde, más que un cauce, por el que articula y orienta su fluir: sobre todo, en el curso medio de su obra, que es tal vez demasiado repetitiva y mecánica no tanto en y por el repertorio de sus temas, que hay que reconocer que siempre es muy amplio, como por la sujeción a una forma fija cuya arquitectura magistralmente domina, pero que lo obliga a un manierismo inferior a cuanto él mismo puede y quiere expresar.

Del gusto de Borges

Sin embargo, también aquí consigue muy logradas condensaciones muy del gusto de Borges, que lo leyó muy bien. No hay poema suyo que no sea palimpsesto de otro o de otros evocados y reescritos una vez más aquí: la «Quellenforschung» haría aquí su agosto. Y por eso mismo cualquiera no lo puede traducir. La parte más débil de esta edición esplendorosa es la constituida por las notas, en las que hay, y en número no menor, alguna que otra barbaridad. Pero no es eso en lo que debemos fijarnos sino en la brillantez expresiva y profundidad mental de un autor capaz de versos como «Dios es una figura del paisaje», que, después de buscar durante años y por todos los medios y lugares la belleza, dedica la última parte de su vida y su obra sólo a la verdad.

Algunos de sus versos inspiraron a Juaristi y otros a Gil de Biedma y a Juan Ramón Jiménez

En Lowell hay altura de miras y grandeza, gran poesía y gran cultura inoculada en vena, y todo ello por igual. Algunos de sus versos inspiraron a Juaristi y otros, a Biedma. Juan Ramón Jiménez y Eliot se nutrieron de adjetivaciones suyas a las que pusieron luego sello propio. Los poemas largos que escribe en los años cincuenta del pasado siglo no tienen desperdicio y figuran entre las primeras y más altas cotas poéticas de la postmodernidad.

Nuevos matices

El entrecruzamiento de los géneros potencia su escritura añadiéndole una intensa tonalidad que la hace diferente y casi única. ¿Escribió mucho, y que no todo en él tiene la misma calidad? Sí: es posible. Pero su tono medio es mucho más alto que el de la mayoría de los poetas de su misma época. Y eso es algo que nadie puede negar. ¿Pero puede una traducción dar cuenta fiel y exacta de ello? Me temo que no, pues, parodiando lo que Yakov Malkiel escribía a María Rosa Lida, podríamos decir que las traducciones son como los sistemas fonológicos y, al transplantarlos, hay no pocos matices que se pierden, aunque surgen también otros nuevos.