Obra completa en El Nacional
Esfuerzos del cariño: Recuerdos de Marianne Moore
Presentamos un fragmento del ensayo que Elizabeth Bishop (1911-1979) escribiera sobre Marianne Moore (1887-1972), ambas poetas norteamericanas ganadoras del Premio Pulitzer. El texto está incluido en el volumen 2 de la “Obra completa” de Moore, y fue traducido por Mariano Peyrou para Vaso Roto Ediciones (España, 2016)
En la primera edición de los Collected Poems (Poesía reunida) de Marianne Moore, de 1951, hay un poema que originalmente se llamó “Esfuerzos y cariño”. En mi ejemplar de este libro, Marianne tachó la palabra “y” y escribió “del” encima. A mí este cambio me gustó mucho, de modo que voy a titular este texto “Esfuerzos del cariño”.
Conocí a Marianne Moore en la primavera de 1934, cuando estaba en el último curso en la universidad de Vassar, por medio de Fanny Borden, la bibliotecaria. Una amiga del colegio y su madre, ambas más leídas y más sofisticadas en sus gustos literarios que yo, me habían hablado de la poesía de Marianne Moore hacía unos cuantos años. Yo ya había leído todos los poemas de la señorita Moore que había podido encontrar, en copias atrasadas de The Dial y pequeñas revistas y antologías que sacaba de la biblioteca de la universidad. No sabía que la poesía podía ser así. Me gustó inmediatamente, y aunque sabía que había un libro suyo llamado Observations (Observaciones), no estaba en la biblioteca y no lo había visto nunca.
Como la señorita Borden era la persona idónea para presentarme a Marianne Moore, quiero decir algo sobre ella. Era la sobrina de la Lizzie Borden de Fall River, y en la universidad corría el rumor de que la espeluznante historia de Lizzie Borden había tenido efecto moderador en la personalidad de Fanny Borden. Era sumamente tímida y reservada y hablaba tan bajo que era difícil oír lo que decía. Era alta y delgada; siempre iba vestida con prendas de tonos marrones o grises, anticuadas, discretas y distinguidas. Solía desplazarse en una bicicleta sin cadena. Recuerdo verla pedaleando muy despacio hacia la biblioteca, cuesta arriba, alta y erguida sobre aquel curioso artilugio, que a veces parecía más apropiado para una dama que una bicicleta con cadena, y aparcándola en el lugar que le correspondía al llegar. (En aquella época no les poníamos candados a las bicicletas). Una vez, cuando ella hubo entrado, examiné su bicicleta, constaté que no tenía cadena y traté de averiguar cómo funcionaba. No pude. No teníamos mucha relación con la bibliotecaria; alguna vez, cada mucho tiempo, para ir a buscar un libro, nos enviaban al despacho de la señorita Borden, que era sombrío como una cueva y estaba lleno de libros apilados por todas partes. Para los distintos documentos que tenía sobre el escritorio, empleaba como pisapapeles unas piedras bastante grandes, suaves y redondeadas, que traía de la costa. Una vez, cuando mi compañera de habitación hizo un comentario admirativo sobre una de ellas, la señorita Borden le dijo, con su voz casi inaudible: ―¿Te gusta? Puedes quedártela. Entonces se la dio. Era gris, redonda y muy pesada. Un día me enviaron al despacho de la señorita Borden a buscar un libro, ya no recuerdo cuál. Nos quedamos hablando un rato y al final me armé de valor y le pregunté por qué no había un ejemplar de Observations, de esa poeta maravillosa que era Marianne Moore, en la biblioteca de Vassar. Ella pareció ligeramente sorprendida y me preguntó:
―¿A ti de verdad te gustan los poemas de Marianne Moore?
Yo le contesté que sí, los pocos que había podido encontrar.
―La conozco desde que era una niña –me dijo la señorita Borden con tranquilidad, y después me hizo una pregunta que probablemente cambiara el rumbo de mi vida–: ¿Te gustaría conocerla?
Yo era sumamente –no, terriblemente– tímida y muchas veces había salido corriendo para que no me presentaran a adultos mucho menos distinguidos que Marianne Moore, pero le dije que sí de inmediato. La señorita Borden me dijo que le escribiría a la señorita Moore, que vivía en Brooklyn, y también que me prestaría con mucho gusto su ejemplar de Observations.
El ejemplar de Observations de la señorita Borden me abrió los ojos en más de un sentido. Poemas como “An Octopus” (“Un pulpo”), sobre un glaciar, o “Peter”, sobre un gato, o “Marriage” (Matrimonio), sobre el matrimonio, me impactaron y me dieron la sensación, que todavía tengo hoy, de ser milagrosos por su empleo del lenguaje y por la forma en que están construidos. ¿Por qué nadie había escrito nunca de esta manera tan clara y deslumbrante? Pero al mismo tiempo me quedé perpleja al descubrir que la señorita Borden (que, según me enteré, era una vieja amiga de la familia Moore), evidentemente, no compartía mi gusto por esos poemas. Metidas en la parte de atrás del libro encontré algunas reseñas que habían salido tras la publicación de Observations, en 1924; la mayoría eran muy desfavorables, y algunas simplemente bobas. Incluso había una parodia de un poema de Moore firmada por Franklin P. Adams. Y, lo cual era todavía más revelador, la señorita Borden no había considerado adecuado pedir un ejemplar del libro de su amiga para la biblioteca de la universidad. (Más tarde, aquel mismo año, conseguí un ejemplar en la sección de libros de segunda mano de Macy’s).
Al fin llegó el día en que la señorita Borden me dijo que había tenido noticias de la señorita Moore y que la señorita Moore estaba dispuesta a encontrarse conmigo en Nueva York, un sábado por la tarde. Años después me enteré de que Marianne había aceptado conocerme a regañadientes; por lo visto, la encantadora señorita Borden ya había enviado a varias chicas de Vassar a conocer a la señorita Moore, y a veces también a su madre, y ninguna les había gustado. Probablemente esto explicara las condiciones en que se produjo nuestra primera cita: yo tenía que encontrar a la señorita Moore sentada en el banco que hay a la derecha de la puerta que da a la sala de lectura de la Biblioteca Pública de Nueva York. Podrían haber sido incluso más estrictas. Más tarde me enteré de que si la señorita Moore realmente pensaba que no le iba a caer bien la gente con la que se había citado, organizaba el encuentro en el puesto de información de Grand Central Station, donde no había lugar para sentarse y, si era necesario, se podía escapar al instante. Entretanto, la señorita Borden me había contado algunas cosas más de ella: dijo que era infantil, una pequeña criatura extraña y atractiva con el pelo rojo y brillante, muy bromista y, como se podría haber esperado, dada a llamar a su familia y amigos con nombres de animales.
Yo estaba muy asustada, pero me puse mi nuevo traje de primavera y cogí el tren rumbo a Nueva York. Nunca había visto una foto de la señorita Moore; lo único que sabía era que tenía el pelo rojo y que solía llevar un sombrero de ala ancha. Me imaginaba que el pelo sería rojo brillante y que ella sería alta e intimidatoria. Llegué muy puntual, incluso un poco pronto, pero ella había llegado antes que yo (por muy pronto que una llegara, Marianne siempre estaba ahí la primera) y –me di cuenta de inmediato– no era muy alta y no tenía absolutamente nada de intimidatoria. Tenía cuarenta y siete años –a mí, por aquel entonces, me parecía una anciana– y en el pelo unos tonos que iban desde el blanco hasta el rosa claro y el color ladrillo; por otra parte, sus cejas de color rosa-teja parecían cubiertas de una escarcha blanca. El gran sombrero plano y negro era como yo me imaginaba que sería. Aquel día llevaba un traje de tweed azul y, como era su costumbre en esa época, un polo de hombre con un lazo negro en el cuello. Su aspecto era muy pintoresco y recordaba de un modo vago al de Bryn Mawr en 1909, pero al mismo tiempo era estilosa. Me senté y ella empezó a hablar.
Tengo la impresión de que Marianne estuvo hablándome sin parar durante los siguientes treinta y cinco años pero, naturalmente, eso es absurdo. Viví muchos de esos años lejos de Nueva York y solo nos veíamos de vez en cuando. Debía de ser una de las mejores conversadoras del mundo: lo que decía siempre era entretenido, esclarecedor, fascinante y memorable. Su conversación, como su poesía, no se parecía a la de nadie. No sé de qué me habló en aquel primer encuentro. Ojalá en esa época hubiera escrito un diario. Por suerte, ignoraba que otras chicas de Vassar antes que yo no habían superado la prueba, así que empecé a sentirme menos nerviosa e incluso pude hablar un poco. Tal vez tuviera un rapto de inspiración, no lo sé; en cualquier caso, le atribuyo, al menos en parte, mi golpe de gran suerte por haber tenido como amiga a Marianne Moore. El circo Ringling Bros, y Barnum & Bailey estaba haciendo su temporada de primavera en Nueva York y le pregunté a la señorita Moore (nos llamamos “señorita” durante más de dos años) si quería ir al circo conmigo, dos semanas más tarde, el sábado. Yo no sabía que ella siempre iba al circo; no se lo perdía por nada del mundo, así que aceptó; cuando volvía a Poughkeepsie, en el autobús diurno, todo mugriento, me sentía sumamente feliz.
El circo
Llegué a Madison Square Garden muy temprano –habíamos quedado pronto porque queríamos ver a los animales antes de que empezara el espectáculo–, pero Marianne ya estaba allí. Iba muy cargada: llevaba dos bolsas azules de tela, una en cada brazo, y dos enormes bolsas marrones de papel. Me dio una de estas y me dijo que contenían pan integral rancio para los elefantes, porque el pan integral rancio era una de las cosas que más les gustaba comer. (Más adelante se me ocurrió que probablemente el pan blanco rancio les gustaría igual, pero que Marianne se preocupaba por su salud). Cuando entramos y bajamos hasta la planta inferior, donde ya oíamos (y olíamos) a los animales, me contó su plan preliminar. Su hermano, Warner, le había regalado una pulsera de pelo de elefante que a ella le encantaba; se trataba de dos o tres hebras de pelo negro unidas con unos broches de oro. Uno de los pelos se había caído y nunca lo había podido encontrar. Como yo ya sabría, los elefantes solo tienen pelo en la parte de arriba de la cabeza. En la bolsa, Marianne tenía unas tijeras de uñas. Yo tenía que distraer a los elefantes adultos con el pan y, si teníamos suerte, los guardias no se fijarían en ella, que iría hasta el final de la jaula, donde estaban los elefantes bebés, para sacar las tijeras y cortarles algunos pelos con los que reparar la pulsera.
Tenía toda la razón; a los elefantes les encantó el pan integral rancio y empezaron a barritar y a empujarse para hacerse con él. Yo me quedé en un extremo de la jaula, dándoles rebanadas de pan a los elefantes mayores, que las cogían con la trompa, y la señorita Moore se fue al otro extremo, donde estaban los elefantes bebés. Los elefantes grandes estaban haciendo tanto escándalo que uno de sus cuidadores vino donde estaba yo, y por el rabillo del ojo vi a la señorita Moore inclinada hacia delante en puntas de pie, con las tijeras en la mano. El pelo de elefante es correoso; me pareció que no acabaría nunca de cortarlo. Pero logró terminarlo, y entonces les dimos triunfalmente el resto del pan y nos fuimos a ver a los demás animales. La señorita Moore abrió su bolsa y me enseñó tres o cuatros pelos bastos y grisáceos envueltos en un pañuelo de papel.
Detesto ver a los animales metidos en jaulas, especialmente si son jaulas pequeñas, y sobre todo si se trata de animales de circo, pero creo que Marianne, aunque es probable que sintiera lo mismo, tenía tanto interés por ellos, tanta pasión, y sabía tanto de ellos, que podía dejar de lado, durante un rato, el dolor o la rabia que le producía verlos encerrados. Recuerdo que aquel día una serpiente con unos dibujos muy hermosos se estaba retorciendo en un terrario de cristal y de repente levantó la cabeza; dio la impresión de que lo hacía aposta para mirarnos.
―¡Mira, me conoce! –dijo la señorita Moore–. Me recuerda del año pasado.
Preferí pensar que lo decía en broma, aunque en realidad creo que no del todo. Después subimos al piso de arriba y comenzó el espectáculo. Marianne sacó un tentempié de las bolsas azules: unos termos con zumo de naranja, huevos duros (solo las yemas) y más pan integral, pero fresco y untado con mantequilla. También recuerdo de esa primera vez que fuimos al circo (habría otras) que delante de nosotros se sentó un hombre con tres niños pequeños, dos chicos y una chica. El espectáculo de los circos grandes dura bastante tiempo, y los niños, a partir de cierto momento, comenzaron a inquietarse. Marianne se inclinó hacia delante de manera abrupta, como hacía ella las cosas muchas veces, y le dijo al padre que si la niñita quería ir al servicio, ella la llevaría encantada.