Los tradutores del viento en Literaturas.info
El placer por el lenguaje o el placer del lenguaje, en su sentido barthesiano de lugar donde confluyen el goce y la fruición por la palabra puesta a seducir y seducirnos, es una constante en el trabajo creativo de esta autora. No extraña entonces que con su primera novela ese material haya tomado literalmente cuerpo, desde la piel de personajes donde la palabra es sagrada y el culto a los libros la única forma de preservar, no solo el conocimiento sino la historia de Henoc, la ciudad imaginaria o imaginada donde todo confluye.
López-Luaces se aboca a narrar la decadencia de aquella urbe que, de cierta manera, como la biblioteca borgiana, las contiene a todas, desde la erosión de calles, plazas y construcciones, entre cuyas ruinas gravitan los restos de la civilización occidental, demasiado preocupada en protegerse del otro, como para atender a los signos de su propia destrucción.
“Nunca podemos olvidar que Henoc fue concebida como modo de apartar y aislar a su población y poder así mantener la seguridad del mundo desarrollado”, nos dice el narrador, que es a su vez guardián de la biblioteca empinándose, consecuentemente, por encima de las demás construcciones. Una biblioteca más museo que espacio vivo, sin embargo, pues las palabras han dejado de tener sentido, más allá de su significación para unos pocos elegidos, entre el contingente de inmigrantes indeseables, aislados por los países ricos en Henoc.
La preocupación de la autora por darle voz y resaltar el lenguaje de quienes han quedado constreñidos en los márgenes del sistema, tal cual había ya apuntado en Distancias y destierros, Las lenguas del viajero, Los arquitectos de lo imaginario y La virgen de la noche, cobra densidad aquí, permitiéndonos ahondar en su inquietud, en cuanto a la pérdida de identidad de quien emigra, y la desidia de los poderosos hacia todo aquello que no pueda cuantificarse en términos económicos. “Henoc se fundó después de la muerte de la literatura, la filosofía y el neohumanismo”, profundiza el narrador, a fin de denunciar las deficiencias de esta contemporaneidad.
El hecho de ubicar su relato en el siglo XXIII, se constituye en un guiño irónico pero, simultáneamente, en un aviso de la autora hacia las consecuencias negativas de malgastar hoy las riquezas del entorno, hipotecando con ello el bienestar de las generaciones futuras. Ello, sin abandonar el eje de su asunto, cual es el empobrecimiento del individuo cuando el lenguaje mismo ha dejado de ser vehículo de entendimiento, y el placer del mismo ha dado paso al desencanto.
“El idioma se transformó en motivo de fricción entre las diferentes clases sociales. La alta consideraba un segundo idioma innecesario. La media despreciaba a los sectores más desfavorables por haber perdido su lengua materna o, peor, haberla degradado”, prosigue la voz narrativa, recuperando para la ficción el exilio lingüístico de López-Luaces, a caballo entre lenguas y culturas de las cuales extrae el material de su producción poética y narrativa, tal cual consignaba en el poema inicial de Las lenguas del viajero: “Crear un idioma/ con las sílabas de un gesto (…) Presentir/el ritmo del décimo canto/ desde un idioma extranjero”.
De tal expatriación quien escribe extrae la fuerza para conservar no solo la lengua sino su suporte más preciado, es decir, los libros como objetos, pareciera hoy que en vías de extinción, dada la proliferación de gadgets virtuales donde almacenarlos. De hecho su preservación, por parte de los protagonistas, alegoriza la destrucción de Henoc, pues de no hacerlo la palabra se desintegrará como la ciudad misma. “Tenemos que preservar el libro. Tenemos que salvar el objeto mismo”, concuerdan, Malik y Andrés, dejando a Mateo, el traductor, a la intemperie, ante lo titánico de esa doble labor de salvaguarda donde la protección es tanto hacia el texto como hacia el acto de verterlo en otras lenguas.
Hacerse entonces con la lengua del otro se constituye ahí en el otro reto que la autora le plantea a un lector cómplice, buscando hacerlo partícipe de los exabruptos de quienes controlan, manejan e imponen, listos siempre para colonizar al inmigrante con objeto de someterlo a su lengua y su cultura, como una manera de marcar su supremacía y excluir a todos aquellos que osen oponérseles. “El Guardián de la Biblioteca es el guardián del mundo interior (…). Será presa fácil. Únicamente el Guardián podrá apreciar la fragilidad de lo bello”, concluye la voz narrativa, presagiando el terrible desenlace donde nada quedará sino el viento que habrá de llevárselo todo.
El tono mesiánico con que la autora relata la pugna entre lo humano y lo sagrado, lo mundanamente valioso y lo espiritualmente precioso, aporta nuevas resonancias en su prosa, abriendo senderos distintos en el jardín del lenguaje. Senderos que borgianamente se bifurcan hacia lo foráneo pero sin alejarse de los temas conocidos, pues la supresión no entra en el vocabulario de quien nos hace partícipes de sus aflicciones. Quizás sea esta la lección última que Marta López-Luaces nos deja al terminar de leer Los traductores del viento: acercar, incluir, enlazar, reunir, abrazando lo disperso para darle sentido a un extrañamiento íntimo, hecho de palabras y de asombro constante ante la materia del discurso literario, donde cada nueva entrega asimila instantes de un devenir compartido, del cual ella es siempre su mejor traductora.
ALEJANDRO VARDERI