La resistencia en el blog de Álvaro Valverde




La de
Julián Herbert (Acapulco, México, 1971) no ha sido una vida fácil. Nos lo contó, con la ayuda de Pablo de Llano, en un impresionante reportaje publicado en El País y, pongo por caso, en "Mamá Leucemia", un texto no menos pasmoso aparecido en la revista mexicana Letras Libres donde él mismo explica algunas vicisitudes de esa crudeza.
 
Que su nombre empieza a ser, si no lo es ya, imprescindible en la panorama literario hispanoamericano lo demuestra el hecho de que menudeen sus poemas en las últimas antologías del ámbito. En las de referencia y en las prefabricadas. Sí, porque ante todo, a pesar de su éxito como narrador, Herbert es poeta: “Yo me veo como un güey que hace poemas”. La resistencia, que publica con acierto Vaso Roto (aunque la primera edición de la obra data de 2003), da la justa medida de su importancia. De la de su poesía, quiero decir. (Resistencia, por cierto, es una palabra, un concepto, que cada día me gusta más. Puede que la vida no sea otra cosa.)
 
Uno ha tenido que leer el libro un par de veces para calibrar su verdadero sentido. Sorprende a la primera, sí, y aún más a la segunda, que no creo que sea la última.

Las referencias a Job y a Ovidio, dos seres sumidos en la adversidad, exiliados sin aparente porqué, están en los prolegómenos del volumen. Y en su esencia. En ambos casos, "la verdadera causa del castigo es un misterio". A partir de esa constatación, Herbert inicia un camino de resistencia ("pura constancia") en diálogo permanente con las obras del poeta latino y con poemas que llevan por título "Job" (para mi gusto, los mejores del conjunto). El monólogo dramático deja de ser un recurso literario para convertirse en otra manera, tal vez la más genuina, de decirse a sí mismo. El yo del poeta moderno es, a la fuerza, una confederación de almas (Pessoa dixit), tanto propias como poéticas. Por otro lado, es innegable la presencia de Eliot en la poética de Herbert.
 
En "Póntica" habla Ovidio: "Canto la resistencia". "Yo celebro / estremecido frente al Ponto / el pitagórico vencimiento del mundo". En "Disciplina" toma la palabra Job: "Viejo y lleno de días". Vienen luego "Metamorfosis", "Tristia", "Ars Amandi"... Poemas que alternan las dos voces, las dos vidas, para reunirse en la existencia de quien escribe, el resistente. Con versos de una belleza inquietante. De una senteciosidad clásica a pesar de que acaso estemos ante una poesía novedosa, en la vanguardia del idioma. Hermosa paradoja. "Mi único destierro / es no yacer en ti". "Es la materia lo incomunicable", leemos en "De la anatomía".
 
En "Heroidas", dos partes: "Vienen del sueño" y "Teseida". Y poemas bellísimos, como "Sarah": "Qué dulces mujeres, las putas". Y las referencias bíblicas: Abraham ("Yo, como Abraham, / miraba largamente las estrellas"), Moshé ("Bienaventurados los de borracho corazón")...
 
En "América Armórica. Mascarada" uno ha encontrado los poemas tal vez más sorprendentes y logrados, empezando por "Barnum. América" y "Merlín. Armórica". Como otros de la serie, éste es una variación sobre el poema ajeno. De Milosz en este caso. En el del espléndido "Arnor el Poeta Rojo" se trata de George Mackay Brown y en "Héctor, domador de caballos, de John Fuller. También hay homenajes explícitos a Carroll y Duchamp.
 
Cierra La resistencia "Pitágoras la voz", un extenso poema -como varios del volumen- muy representativo del modo de hacer de Herbert: lo fragmentario, el collage, el patchwork diríamos, la mezcla de voces, citas y referencias a situaciones y autores, la melancolía, la misma fuerza en el lenguaje e idéntica musicalidad, que, con tener no poco de heavy, se acerca al oído del lector con la dulzura de la mejor poesía clásica: "la cocaína que se desliza por mis venas / como la euforia de un vikingo hacia tierras eslavas". Allí leemos: "Yo soy la resistencia: el lugar / donde la miseria y la palabra miseria / intercambian labios". O: "a nosotros sólo nos queda resistir". Y, por fin: Yo soy la resistencia: / soy una confesión / extraviada en un bosque de símbolos".
 
Esplendente, sí, que diría este poeta mexicano que odia las palabras esdrújulas.
 
 
ÁLVARO VALVERDE