Fiebre y compasión de los metales en el blog de Álvaro Valverde




María Ángeles Pérez López
(Valladolid, 1967) es profesora de la Universidad de Salamanca y ha publicado los libros de poemas Tratado sobre la geografía del desastre, La sola materia, Carnalidad del frío, La ausente y Atavío y puñal, así como algunas plaquettes y antologías, tanto aquí como en Hispanoamérica. Ahora aparece en Vaso Roto Fiebre y compasión de los metales.
 
Lleva al frente un inspirado prólogo de Juan Carlos Mestre, escrito en su particular clave lírica, esta vez extremada, que, lo confieso, me ha desconcertado bastante. Por frases de este tenor: "Es el fuego ordenador, la antítesis configurante de la cristalografía geométrica y vocalizadora del mundo". Para mi tranquilidad, comprobé pronto, no sin antes forcejear con los epígrafes (de Mujica, Muñoz Sanjuán y la Wikipedia), que el libro no era tan hermético o directamente críptico como a uno le estaba pareciendo. Al revés. Por decirlo de alguna manera y pronto (que es lo que espera, supongo, quien lee estas notas), como los metales a que alude, estamos ante una obra dura, cortante, poderosa. Tiene, a qué negarlo, su peligro (como todo lo que merece la pena). Porque corta. Y duele. Pero además consuela. Sus palabras están afiladas, sí. Al leerlo, suena también como el metal. La suma de versos aquí concebidos, los poemas, orquestan un ritmo barroco donde la sonoridad prima. Chocan entre sí como si de piezas metálicas se tratara. La métrica, tan calculada, aporta al conjunto una música repetitiva que resulta del todo pertinente con lo que se dice. Como si cada verso, tal el martillo del herrero, golpeara en el yunque del sentido. 
 
Esos poemas se levantan sobre un sólido cimiento lingüístico (la prioridad) y un amplio muestrario de objetos (tijeras, cuchillo, bisturí, cuchilla, aguja, martillo, punzón, hoz, punta de flecha, anzuelo...), de situaciones, de personas, de lecturas (reconoce la autora que han sido "escritos en diálogo con numerosos poetas") y de lugares (la sinagoga, el desierto, el hospital, el suburbio...). En "Duerme el hacha", por ejemplo, conversa con Colinas. En "Contra la luz", con Montejo. En "Una naranja" pugnan Parra y Borges. Claudio Rodríguez, por su parte, hace doblete. 
Con innegables momentos, digamos, surrealistas, donde la imaginación domina la escena ("Caída de los ángeles", pongo por caso), es más bien una suerte de hiperrealismo el que da el tono a esta poesía donde la precisión es ley. Una poesía, añado, que reflexiona sobre sí misma. Así, en "El cuerpo de la flecha" o en "Correas": "La palabra es la arquera y su carcaj".
 
Destacaría uno, en fin, la unidad, su condición de libro y no de mera colección de poemas. Pocos ha leído uno últimamente con más cohesión. Tan cerrado, para bien, sobre sí mismo. 
 
Poesía ésta muy poco normal en nuestro panorama. Por única. Distinta de casi todas las que conforman (y se conforman en) nuestro panorama, y eso incluye nuestro lado ultramarino, que por oficio y vocación tan bien conoce María Ángeles Pérez López. 
 

[LA CUCHILLA]
 
La cuchilla se eleva en el insomnio.
Parece un animal inofensivo
pero en la noche sueña con cristales,
con vallas levantadas para el miedo.
La que rasura al hombre lentamente
y recorre su rostro, cicatriz
de la mañana abierta en diminutas
flores de sangre roja y perfumada.
 
La que duerme en silencio en su cajón
como un verbo desnudo e inocente
pero luego destroza la sintaxis,
las manos cuando intentan alcanzar
la valla que prospera en la estrechez.
 
Siete metros de lava y de ceniza
izaron en Pompeya la desgracia.
Son seis los que atormentan esas manos
cuando en Melilla sangran las vocales,
falanges que fracturan el presente
y lloran rojas letras de papel.
Su tinta azuza el agua y la envenena.
 
(Del blog Mientras la luz)
 
 
ÁLVARO VALVERDE