Fiebre y compasión de los metales en Brújulas y espirales





También la lírica, uno de los géneros mayores de la literatura, lo aprovecha todo, sin excluir de su espinazo a los metales, elementos físico-químicos aparentemente poco propicios para ser cantados por los poetas, con excepción de los metales nobles que tienen nula presencia en este poemario de María Ángeles Pérez López. Existen, en efecto, algunos poetas que han descubierto los metales, o revelado algunas de sus características. Desde  metales sonámbulos o hechiceros en “Noche de metales” de Gabriela Mistral, hasta la Poesía química de María Mendoza Cruz, o Metales pesados de Carlos Marzal, Premio Nacional de Poesía y de la Crítica, un libro de poesía metafísica y meditativa en el que los metales tienen existencia en el título, mas no en los versos y estrofas del poemario. Pero fue, sin duda, Federico García Lorca, uno de los poetas con los que dialoga María Ángeles Pérez, quien, bajo sutiles y tímidas sugerencias o símbolos agudizados y punzantes, asocia los metales con la muerte. Así por ejemplo, en “Romance del emplazado” los ojos del condenado a muerte “…miran un norte / de metales y peñascos, / donde mi cuerpo sin venas / consulta naipes helados.”
Mas no me cabe duda de que el gran paradigma de la poesía de los metales y de los objetos con ellos relacionados, será este libro de la profesora de la Universidad de Salamanca, María Ángeles Pérez, una poeta que, sin prisas pero sin grandes pausas, nos está obsequiando con una obra poética de espléndida y soberbia calidad. De ese atributo da fe su último libro Fiebre y compasión de los metalesprologado por Juan Carlos Mestre, con un texto que es en sí mismo un hermoso poema en prosa, una alianza con las palabras, con las viejas palabras.
Son  veintiocho poemas los que le otorgan forma y contenido a un poemario intenso y poderoso. Fuertísima poesía, elaborada con la precisión del minucioso y experto artesano, del platero que trabaja, no con el oro y la plata, sino con el acero o el hierro. Y entre las múltiples lecturas que tienen cabida en Fiebre y compasión de los metales me decanto por las dos palabras axiales del título: “fiebre” y “compasión”, enlazadas dialécticamente, tal como la dialéctica se entiende a partir de Kant. Si la naturaleza de todas las cosas comparte una oposición de contrarios, y ese es el modo de ser de la realidad, los metales y los múltiples objetos que en el poemario se relacionan (tijeras, cuchillo, bisturí, cuchilla, aguja, martillo, guillotina, punzón, hoz, flecha, anzuelo…) existen y proceden en una marcha dialéctica, en una confrontación de dos puntos de vista, de dos principios en lucha. Contradicciones que, a su vez, requieren una resolución o conciliación. Serán la “fiebre” (la violencia, el daño, las heridas…) y la “compasión” (“la sintaxis de lo misericordioso”, que escribe el prologuista), presentes en la mayoría de los poemas, comenzando por el poema que inaugura el libro: las tijeras que “…cortaron días y raíces…los mechones de los niños de la inclusa / y el fino filamento del wolframio”, pero “…que no quieren ser tijeras / y acercan hasta el fuego su pesar / para romperse ardiendo contra el yunque / y al disolver su nombre en los rescoldos / abrir el corazón y sus ventanas” (página 13). Los opuestos, los contrarios, la dureza de los objetos metálicos, y en las entrañas de su mismo ser, el envés, la compasión, explosiones o al menos destellos de humanidad, piedad y ternura en los objetos acerados. Y ¿la síntesis, la conciliación? La hallamos sin duda en la esencia misma del poema. Cada poema  reasume, conserva y concilia, en su forma y brillante arquitectura, en sus versos bruñidos como el metal, lo que de positivo hay en las contradicciones.
Porque María Ángeles Pérez usa con acierto la emotividad de las palabras, esa tonalidad afectiva que se adhiere  a su significado ordinario. Palabras, las suyas, dotadas de una especial carga expresiva derivada de ese rechazo (fiebre) o aceptación (compasión). También los metales y los objetos que con ellos fabricamos denotan un poder emocional, referido a su uso tradicional, en el que frecuentemente se les asocia un significado valorativo. Por eso, en estos poemas, hallamos palabras que engloban, posiblemente en cada verso, aspectos de orden afectivo y sensorial constituyendo, por lo tanto un contorno sentimental, un acréscimo que dirían los diccionarios de mi tierra.
El lenguaje poético de Fiebre y compasión de los metales no es un desvío, ni una violencia organizada contra la lengua común, como defendían los formalistas rusos. El estrato sonoro de los poemas  (métrica y rima versales) son en ellos la fuente de su expresividad literaria. Tampoco impera en ellos la “antigramaticalidad”. Es verdad que su lengua no puede ser catalogada como la norma o el grado cero del castellano en nuestros días. Son poemas que nos sorprenden por la maestría y habilidad de la poeta en el manejo de los metros clásicos, del endecasílabo bien medido, predominante en el libro; por las rimas asonantes, un arte de difícil temple en un tiempo tan a contracorriente de estos algoritmos versales. Poemas en los que alienta la dicción clásica de ritmos compasados y armonías musicales, también algún topoi literario. Mas sin ser esclava la autora de las regularidades formales y sistemáticas, tanto en los poemas como en las estrofas, elegidas no caprichosamente, pero sí con una clara conciencia innovadora. 
La autora usa con pericia, quizás también con esfuerzo porque en los territorios líricos pocas cosas son innatas, los mecanismos de estructuración de la materia poética, aplicando con rigor técnicas lingüísticas, pero sin olvidarse de la sensibilidad necesaria para la apreciación de la belleza estética. Es por ello que los versos de Fiebre y compasión de los metalesrebosan “poeticidad”, aquellos que convierte una pieza literaria en un mensaje artístico.
Uno de los aciertos más destacados del poemario es la perfecta adecuación entre el fondo temático y la expresión lingüístico-literaria, un trabajo rítmico y métrico impresionante, para conformar una isotopía, en la que la omnipresencia de la materia tiene su correlato en las depuradas elecciones lingüísticas, con predominio de los sustantivos, en la musicalidad repetitiva, en la heterometría imperante en algunos de los poemas, en la permanente persecución de la palabra exacta, en la rima asonante equilibrada, tan alejada del ripio, el pecado y la penitencia de los malos poetas, hoy que hasta hay diccionarios de rima on line,
Más como elogio que como acusación, se ha escrito que los poemas de Fiebre y compasión de los metales orquestan ritmos barrocos. Asiento si ese barroquismo se refiere a la plausible sonoridad, lograda con esa trabajada instrumentación de palabras, versos y estrofas. Pero son ajenas a estos poemas la mayoría de los recursos barrocos: abuso de metáforas forzadas, de cultismos, de términos parónimos. Son contados los hipérbatos, construidos los que hay con leves dislocaciones sintácticas y semánticas (“Siete metros de lava y de ceniza / izaron en Pompeya la desgracia”, página 20)
   Libro construido con. Con otras voces, “en la fulguración de otros lenguajes y otras bocas”, nos advierte la autora. Ecos y complicidad de poetas a los que María Ángeles Pérez cita (Lorca, Alejandra Pizarnik, Juan Carlos Mestre, Álvaro Mutis, Claudio Rodríguez, Nuno Júdice, Agustín Fernández Mallos, Antonio Colinas, Eugenio Montejo, Roberto Bolaño, Ezra Pound, Cesar Vallejo…). Con sus textos y/o incluso alguna circunstancia vital, pero sin llegar a ser intertextos. Tal es el caso de Juan Carlos Mestre, el hijo del panadero, destinado a repartir panes en las calles de Villafranca del Bierzo, y autor del poemario La bicicleta del panadero (“El hacha silba su canción de agravio / y detiene los trenes, los rotores, / las ruedas impacientes de la bici /  en que canturreaba el panadero / su entrega -melodía y cereal, / amor más absoluto que el del trigo-.” página 17).
   Esta es mi modesta y subjetiva lectura, pero reconozco que la riqueza semántica del magma lírico de este libro justifica otras que ya han sido desarrolladas: descubrir una mirada primigenia en los objetos, captarlos representando la vida o las metamorfosis a las que aspiran, las conexiones entre seres vivos (las naranjas y los peces). Pero también las heridas del presente, la violencia del morir, o los mataderos en los que nuestra especie ha convertido la Historia, como rememora la poeta en ese canto elegíaco, “La sinagoga” (“la sala de oración de las mujeres / en despensa de carne desollada / que gotea despacio su temor”, página 15). Todo ello tiene cabida en un poemario de gran expresividad, comprometido con no pocas causas humanas, pero también con la belleza.

FRANCISCO MARTÍNEZ BOUZAS