Dora Maar en La Razón



Dos libros se asoman a la vida fascinante, oculta, de Dora Maar (1907-1997), una artista que despuntó en la fotografía, que se codeó con lo más granado de la intelectualidad francesa y cuyas obras tienen hoy un valor cada vez mayor. Se trata de dos trabajos distintos y complementarios de dos investigadoras de gran prestigio internacional: el de una profesora barcelonesa de Historia del Arte y organizadora de importantes exposiciones: Victoria Combalía, con «Dora Maar. Más allá de Picasso» (Circe Ediciones), y el de una narradora argentina traducida a veinte idiomas, Alicia Dujovne Ortiz, con su «Dora Maar. Prisionera de la mirada» (Vaso Roto). La primera propone una visión apartada del tópico de considerar a Maar la mera compañera sentimental de un Picasso que la abandonaría tras diez años de relación tempestuosa; la segunda pone el foco en «el ojo» cual «bola de cristal», «pineal» y «surreal», concepto sagrado para los vanguardistas de la época.


Escenas callejeras


Maar fue ciertamente prisionera de una mirada que Dujovne define con las expresiones «ojos de estrella», «ojos que lloran», «ojos desnudos», «ojos en blanco». Con esta forma de titular los capítulos nos adentra en la vida de la artista tanto desde el plano biográfico –hija de un arquitecto croata que se casó con una francesa y con la que emigró a la Argentina, donde Dora creció, hasta que se vaya asentando en París paulatinamente en los años veinte– como creativo: sus estudios en la École de Photographie de la Ville de París, el montaje de un estudio fotográfico hacia 1930, sus instantáneas de la vida callejera más corriente. Todo en una década, como apunta Combalía, «en la que numerosas mujeres alcanzaron un nivel de creatividad muy alto gracias a su talento y a un clima intelectual riquísimo, como lo era el parisino de entonces, marcado por la radicalidad tanto artística como política».


Dujovne, natural de Buenos Aires, rastrea los pocos datos que hay de la etapa de Maar en esta ciudad, y para su trabajo se asienta en muchas entrevistas del entorno de la pintora en París (donde ella misma se estableció en 1978), mientras que Combalía, a quien le fue concedido el título de Chevalier des Arts et des Lettres por el Estado francés, partió de un camino más directo. Así, tras descubrir por azar que Dora Maar aún vivía –la suponía ya muerta o encerrada en un psiquiátrico–, la telefoneó en 1993 para proponerle la realización de lo que sería la primera retrospectiva mundial de su obra pictórica y fotográfica, en Valencia, al año siguiente. Fue un gran triunfo teniendo en cuenta que Dora Maar llevaba apartada del mundanal ruido varias décadas, sin querer contestar al teléfono ni recibir a nadie, de ahí su reputación, según la autora del volumen, «de ser una persona incomunicada, aislada, solitaria y antisocial».


Combalía comprobó que el desconocimiento de los especialistas y el público en general sobre ella en aquellos años era absoluto. El mundo del arte la había olvidado al tiempo que ella aún seguía teniendo muy presente aquella época dorada para la fotografía, con Brassaï, Cartier-Bresson y Man Ray. Maar apenas había difundido sus obras, vendiendo algunas pocas fotografías de vez en cuando, pero negándose a ver gente. Cincuenta años atrás había decidido que tenía que alejarse de todos aquellos que se interesaban por ella porque querían contactar con Picasso, o porque el trauma del abandono por parte del genio malagueño fue demasiado para su hipersensibilidad. Se encerró en sí misma. Un día, como relata Dujovne, su propio padre refirió a una persona, «rojo de cólera: "¡Con su talento de fotógrafa, irse a meter con ese tal Picasso!"». Y es que la familia veía con malos ojos esa relación, que había llegado tras otra, no menos incómoda de aceptar, con el escritor Georges Bataille, obsesionado con la escatología y el psicoanálisis.


«Picasso dejó a Dora sin decírselo de frente», apunta Dujovne. Simplemente dejó de llamarla, de contar con ella, prefiriendo a otra mujer. Según la versión del pintor, Dora, aquella que le fotografió pintando el «Guernica» y en cuyo rostro se inspiró para su cuadro «Mujer que llora», siempre había estado loca. De hecho, Maar se puso en manos de un joven Jacques Lacan; Combalía detalla sus «episodios psicóticos» y cómo fue ingresada en una clínica, cómo el poeta Paul Éluard acusó a Picasso de haberla trastornado y éste se defendió diciendo que habían sido ellos, los surrealistas, los culpables de tal cosa. En cualquier caso, Maar quiso desaparecer socialmente, entregarse a la fe católica y seguir siendo la misma chica impulsiva y misteriosa –«Era terca, fanática, tenía un genio indomable», al decir de Dujovne–, pero, hasta el resto de su vida, en completa soledad, rodeada de fotos y pinturas de un tiempo glorioso que ahora revive mediante biografías, novelas y exposiciones.

 
Un tesoro bajo la cama


Dora Maar almacenó material fotográfico que salió a la luz a su muerte; según Dujovne, «viviría sus últimos años rodeada de un tesoro»: por ejemplo, las fotografías que sacó en su visita a Barcelona y la Costa Brava en 1932 y muchas otras de los siguientes cuatro años en París. De tal modo que «después de su muerte, su viejo departamento del número 6 de la calle Savoie fue invadido por hombres de leyes o de negocios alterados con un hilo de baba en la comisura y ojos como faroles. Se disponían a buscar los tesoros de Picasso, guardados durante cuarenta años por la anciana reclusa». Y en efecto, alguien «se agachó a mirar bajo la cama y lo que halló fue una montaña de fotos que llevaban la firma de Dora Maar, cubiertas de polvo», como la imagen de la derecha, tomada en Mougins junto a Paul Eluard, en 1938.



TONI MONTESINOS