Utilidad de la belleza en El coloquio de los perros




Aproximarnos a la historia cultural del siglo XX, todavía hoy eminentemente occidental a pesar de términos como multiculturalismo, se asemeja a las sensaciones que produce una montaña rusa: rapidez (por la proliferación de movimientos, teorías y autores que se van superponiendo y devorando entre el conflicto de lo global y lo local), vértigo (por ese vaivén de alturas que difumina las fronteras entre el arte elevado y la cultura de masas popular), desorientación (por ese continuo movimiento en el que uno no sabe muy bien a dónde pertenece) y, por extraño que pueda parecer, una absoluta sensación de vacío (porque la adrenalina al final deja paso a la rutina y lo conocido). No en vano, fue la época que hasta ese momento más pérdidas había acumulado: la confianza en el progreso, la influencia de los medios de comunicación tradicionales, la superioridad de la palabra sobre la imagen, o el peso de las tradiciones populares, lo que acabó por producir una fuerte sensación de nostalgia y desazón.
 
El debate entre la tradición y la novedad se polarizó rápidamente, pero, de entre todas estas pérdidas, el concepto tradicional de belleza, asociado hasta entonces a elementos como la perfección, la pureza, la simetría o el decoro, sufrió un doble golpe mortal con la irrupción de la estética de la fealdad, asociada a lo visceral y a lo puramente carnal en los escritos de ensayistas como Georges Bataille, y con el desarrollo de los medios de comunicación de masas y la urbe, que distraían al ser humano de lo verdaderamente importante: la atención a la profundidad de la naturaleza y de lo cotidiano. Este hecho, que no pocos artistas celebraron, es el punto de partida para la poeta y teórica inglesa Kathleen Raine en su reivindicación de una belleza de raigambre abstracta y platónica a través de los distintos ensayos que componen Utilidad de la belleza, publicado por Vaso Roto: “Sobre el símbolo”, “Sobre lo mitológico” y “Utilidad de la belleza”, recogidos originalmente en Defending Ancient Springs (1967).
 
El primero, “Sobre el símbolo”, sirve de introducción a la verdadera cuestión mediante la dicotomía entre el avance imparable de la filosofía positiva, con su exaltación de lo material y su influencia en autores como Empson, y el detrimento de la tradición simbólica, de influencia neoplatónica, cultivada por otros autores en el pasado como Yeats, Keats, Shelley o Milton. Así, como consecuencia de esa negación de lo metafísico, el poeta no puede trascender la realidad y, por ende, imaginar, acceder al plano simbólico que demanda, según Raine, la verdadera poesía:
 
 Aquellos para quienes el mundo material es el único plano de lo real son incapaces de entender que el símbolo —y la poesía en sentido estricto es discurso simbólico, discurso por analogía— tiene como propósito principal la evocación de un plano a través de otro; deben encontrar otros usos para la poesía o bien admitir con franqueza que no les sirve para nada. (p. 14)
 
De esta manera, a diferencia de la elevación que produce la poesía de Milton o Blake, muchos poetas se han dejado seducir por la simpleza de lo aparente, por lo sensible y por el sentimiento personal (algo que está más que curiosamente aceptado en la actualidad). Y bien valdría la pena repetir elevación, pues para la ensayista inglesa es el poeta quien realiza una labor de correspondencia, de ajuste, entre dos planos: «pensamiento a imagen deben ser una sola cosa (sencilla), perfectamente hecha realidad en la imagen (sensitiva) y sentida como vivencia (apasionada) y no meramente aprehendida como concepto. En esto se distingue el poeta del filósofo; no en ninguna diferencia en la naturaleza de sus temas, sino en el modo de experimentarlos: donde la filosofía establece distinciones, la poesía aúna, creando siempre tonalidades y armonías» (p. 15). Lo simbólico no reside en ofrecer meras metáforas, instantáneas de un decir más indirecto, sino en recoger todo un modo de observar y sentir la realidad, de trascenderla, mejor dicho, hacia los símbolos inmutables que conforman la vida humana.
 
Esta inmutabilidad a través del tiempo es posible gracias al papel indispensable de los mitos, objeto principal de “Sobre lo mitológico”, como unidad cultural y lenguaje universal de las civilizaciones. Esto es importante, ya que, a diferencia de las épocas pasadas, en las que la cristiandad había perpetuado esa tradición clásica anterior, lo simbólico ha devenido en un lenguaje privado, fragmentario, que no puede ser así contrastado y/o complementado con otras impresiones. De esta manera, si el poeta no puede, por decirlo de otra manera, completar su conocimiento del mundo, su acceso a éste es incompleto y, por tanto, mundano:
 
En Inglaterra es sobre todo en poesía como se ha expresado la imaginación nacional; y quizá por esta misma razón (porque la poesía, a diferencia de las artes plásticas, no construye ciudades por el mero hecho de su composición), la «naturaleza» ha seguido proporcionando la mayor parte de los términos simbólicos de la imaginación nacional. Para la civilización inglesa en su madurez, como para todas las razas primitivas, los «personajes del gran Apocalipsis» son «montaña y cascada, árbol y río y lago». (pp. 50-51)
 
Así pues, la poesía permite conocer lo simbólico, pero también imaginar, en esta línea, un designio mayor, dado por la divinidad a través de lo real, que no se limita solo a la apariencia sensible. Aún más, la ausencia de elementos bellos en el entorno (en las ciudades, con sus moles arquitectónicas, grises, y la práctica inexistencia de espacios naturales) es otro de los elementos clave que nos conducen hacia la “Utilidad de la belleza”, el ensayo que da título al libro, que comienza con esta tajante percepción:
 
¿Qué es lo que le pedimos a la poesía hoy? Tal vez me equivoque respecto a lo que le pedimos exactamente, pero creo que no me equivoco si concluyo que el momento actual no le pide —ni recibe— lo suficiente. Mucha poesía publicada no parece marcarse ningún objetivo más allá de la descripción, a veces agradable, pero con la misma frecuencia desagradable, de cosas vistas o sentidas […] Tal vez el poeta gane algo al articular su neurosis (aunque dudo que esa sea la cura de almas que pretende ser), pero no alcanzo a comprender qué puede esperar el lector como ganancia. (p. 65)
 
En ese sentido, dado que la belleza ha quedado anulada por el peso de lo práctico y la comodidad de la vida moderna, el arte ha quedado relegado a una serie de transformaciones rápidas sin mayor fundamento, sin mayor sentido que el proceso en sí, frente a lo que se espera, al final, de la verdadera poesía: «Pero la verdadera poesía tiene la capacidad de transformar la conciencia misma poniéndonos ante los ojos iconos, imágenes de formas sólo parcial y superficialmente realizadas “en la vida real”» (p. 73). De este modo, según Raine, la poesía, como el resto de las artes en sus respectivos campos, tiene la función, en un sentido hegeliano, de educación del espíritu, de ahí que la transmisión de valores, virtudes o episodios bellos sea fundamental.
 
Llegados a este punto, las reflexiones de Raine pueden convencernos en mayor o menor cantidad dependiendo de la postura que adoptemos. Si, por un lado, desechamos el contexto y las tomamos literalmente, como los teóricos que se rieron del rechazo del jazz por parte de Adorno (y que ahora lo hacen cruelmente con Pokemon Go), sus argumentos nos parecerán poco más que un conjunto rancio y desactualizado sobre la poesía. Por otro, si somos capaces de tomarnos los argumentos con la suficiente flexibilidad, descubriremos razones que explican la preeminencia de lo cotidiano y, con ello, la pérdida irrecuperable de todo un mundo simbólico y de un hacer poético que ayudaría a evitar la falta de calidad y originalidad en la poesía.
 
Mientras tanto, la montaña rusa sigue su deriva.
 
 
HÉCTOR TARANCÓN ROYO