Mi sequito silencioso en el blog de Carlos Alcorta




La peripecia vital de Charles Simic (Belgrado, 1938) es ampliamente conocida por sus lectores gracias al libro de memorias Una mosca en la sopa 
(Vaso Roto Umbrales, 2010) y a las revelaciones sobre sus experiencias que expone con cierta asiduidad en coloquios o entrevistas, pero quizá, para sumergirnos es su poesía, en su forma de moldear el lenguaje lo más relevante sea saber que además de un amargo peregrinaje vital hasta bien entrada su adolescencia, jamás escribió un poema en su idioma materna, el serbio; empezó a escribir en inglés apenas dos años después de su llegada a los Estados Unidos (1954), en el último año de Preparatoria en Chicago, aunque su interés por la poesía se despertó años antes, mientras asistía a la escuela en París, donde tenían la obligación de memorizar poemas de Baudelaire, Verlaine o Rimbaud. Esta circunstancia, a buen seguro, provocó en muchos de sus condiscípulos un odio inveterado a la poesía, pero en unos pocos, quizá solamente en él de entre sus compañeros, a pesar de sus dificultades con el idioma, fomentó una extraña dependencia que inconscientemente se manifestaría transcurridos unos años (su ambición inicial fue ser pintor, y durante un tiempo simultaneo ambas disciplinas). Algunos de sus primeros poemas se publicaron en la Chicago Review en 1959 y del resto de esas tentativas juveniles no queda rastro alguno porque el poeta se deshizo de ellas en Francia en 1962, durante su servicio militar. «Carnicería», escrito en 1963, de nuevo en los Estados Unidos, «fue —en palabras del poeta— el primer poema que, después de acabarlo, supe que quería conservar». Sus primeros libros datan de esa década, «Lo que dice la hierba» (1967) y «En algún lugar sobre nosotros una piedra toma notas» (1969). A partir de ese momento, la trayectoria de Simic no hace más que consolidarse hasta lograr el codiciado Premio Pulitzer de Poesía en 1990 con El mundo no se acaba. Poemas en prosa, traducido recientemente por Jordi Doce para Vaso Roto, quien afirma en el prólogo que «Dentro de la obra de Simic… ocupa un lugar central, meridiano. Hay un antes y un después de este libro». Pero no es este el único galardón que jalona el caudal creativo de Simic. Otros premios como el Premio Internacional de Poesía Griffin 2005 por Selección de poemas: 1963-2003,  el Premio Wallace Stevens de la Academia de Poetas Americanos (2007) o las becas de la Fundación Guggenheim, la Fundación MacArthur y la National Endowment for the Arts han convertido al poeta en un referente inexcusable en la poesía norteamericana y en mucha de la mejor poesía que se escribe a este lado del océano. En nuestro país, su obra ha gozado de una atención ciertamente privilegiada, porque se le ha traducido con generosidad y acierto. Contamos con libros traducidos en diferentes coyunturas como El mundo no se acaba y otros poemas, publicado, en traducción de Mario Lucarda, por la tristemente desaparecida editorial DVD (1999) y, como he señalado más arriba, en traducción de Jordi Doce, por Vaso Roto (2013). Existen también algunas antologías de su obra, como La voz a las tres de la madrugada (Editorial DVD, 2009), traducida por Martín López-Vega o Desmontando el silencio (Ayto. de Lucena, 2004) a cargo de Jordi Doce y, aunque se aparte del ámbito estrictamente poético, no hace mucho se publicaron, como hemos mencionado, las memorias de Charles Simic tituladas Una mosca en la sopa (Editorial Vaso Roto, 2010), traducidas por  Jaime Blasco, y una selección de sus ensayos titulada El flautista en el pozo (Ediciones Cal y arena,2011) traducidos por Rafael Vargas. El último de los libros del que tenemos constancia es la publicación de Circo unipersonal, traducido por Martín López-Vega y publicado por Arrebato Libros el pasado año, del que aún no he conseguido hacerme con un ejemplar.
 El motivo de estas líneas no es, sin embargo, hacer un recuento de tales publicaciones, sino celebrar la publicación de Mi séquito silencioso, traducido por Antonio Albors y publicado por Vaso Roto el pasado mes de febrero (la versión original, My Noiselees Entourage, data de 2005), un verdadero acontecimiento editorial. La poesía de Simic posee unas características que la hacen absolutamente personal. Es cierto que la poesía actual no excluye ningún tema, por poco poético que, en principio, pueda parecer, desde las corporaciones financieras a la física cuántica o la cirugía cardiovascular y la poesía de Charles Simic es un buen ejemplo de ello. El uso de un lenguaje directo, cotidiano, cargado de ironía, con el que recrea desde objetos insignificantes como un botón o una silla hasta escenarios de la desolación, como un cine en un barrio marginal, una librería de viejo o una «Tienda de ropa usada», no oculta el contenido metafísico y atemporal que esconden estas indagaciones, ni la permanente preocupación por la fugacidad del ser y la fragilidad de la vida. Muy al contrario, con una maestría propia de un ilusionista experimentado, muestra y oculta alternativamente, por alusiones, más que describiendo los detalles, sus propias contradicciones vitales que son, por mera sinécdoque, las del común de los mortales. «La poesía, dice Simic, es una defensa del individuo contra todas las fuerzas que son desplegadas frente a él». Esa carga de profundidad que resulta ser cada poema no está envuelta, como hemos subrayado más arriba, en un lenguaje emperifollado ni en una retórica hueca. Utiliza un lenguaje sencillo, conciso —«Poema corto: sé breve y dinos todo» escribe en El monstruo ama su laberinto— que no necesita enturbiar el agua transparente para que parezca más profunda. En estos poemas, podríamos decir con Valéry, lo profundo está en la piel. «El sol —escribe en el poema «Dibujando sombras»— no se ocupa de las ambigüedades,/ pero yo sí», algo que no puede extrañarnos viniendo de alguien que se autorretrata leyendo en la cama mientras reflexiona sobre su alma (otros, sin embargo, «permanecen en pie de madrugada/ para buscar su alma»). Desde luego, no podemos negar la dimensión, más velada en unos poemas que en otros, filosófica de su poesía —por más que el propio Simic afirme que «El poeta ve lo que el filósofo piensa»—, que en este libro podemos ilustrar con, por ejemplo, el poema «Alarma», en el que consigue inyectarnos una dolorosa sensación de incertidumbre sin nombrar la causa concreta del miedo. Mi séquito silencioso, ese grupo de «ángeles domésticos y demonios/ a quienes alguna vez conocí», nos muestra a un hombre consciente de su indefensión, de ser un mero tránsito, pero eso no le impide rebelarse, negar ese puesto de títere que la historia parece otorgarle. La vida de Simic no ha sido fácil. Desde muy joven se vio obligado a tomar decisiones de mucha trascendencia, decisiones que se van decantando en los poemas, cargados de elementos autobiográficos, sin melancolía o nostalgia. Incluso, a veces, es tan extremo el distanciamiento con el que nos habla del pasado que parece estar novelando la vida de otro. La yuxtaposición de imágenes y la proliferación de metáforas insólitas provocan una sensación extraña y familiar a la vez, porque poetizan aspectos poco frecuentados de la cotidianidad; provocan confusión porque no logramos identificar las complejas emociones que nos trasmiten (más allá de la veneración por el jazz o el blues, o la pasión por el cine). Son muchas las recompensas que ofrece al lector un libro como este, y no es el menor el sentimiento de esperanza que comunican, la confianza en la voluntad, en el propósito de cambio como coartada para seguir, pese a todo, disfrutando de los pequeños placeres de la vida. Un libro para leer y releer pausadamente; un libro que nos permite contrarrestar con el sentido trágico de la vida con el epicureísmo y la ironía. 


CARLOS ALCORTA