El monstruo ama su laberinto en el blog de Carlos Alcorta




No resulta fácil definir un libro como El monstruo en su laberinto, la última obra de Charles Simic que la editorial Vaso Roto nos ofrece (recordemos que en su magnífico catálogo podemos encontrar otros importantes libros del autor, Mi séquito silencioso, El mundo no se acaba o las memorias tituladas Una mosca en la sopa, libro que guarda en algunos aspectos relación con estos cuadernos de notas publicados ahora. Decía al comienzo que no es fácil definir un libro como éste, y ésta es, precisamente, una de sus mayores virtudes, la resistencia a cualquier clasificación epistemológica. Las notas tomadas, no tanto al desgaire, pero sí con unas pretensiones condicionadas por escritos posteriores de mayor solvencia argumental, son, en sí mismas, apuntes de temas variados y de calado desigual. Generalmente, y este libro en ese aspecto no es una excepción, son trazos, bocetos, relampagueos que contienen, en esencia, ideas o impresiones que en un futuro, como he dicho antes, servirán de armazón argumental a las ideas que el autor pretende sistematizar. Sí es El monstruo en su laberinto una grandísima excepción en lo que concierne a la calidad de cada uno de las observaciones, de las apostillas, de los comentarios que lo integran, porque en este tipo de libros no es infrecuente encontrar grandes desequilibrios entre unos apuntes y otros. Simic nunca baja la guardia. No hay ganga en este filón, prácticamente todo es mena, todo es susceptible de aprovechamiento en un tema en otro. Uno, como lector, ha realizado una primera selección de notas, pero compruebo entusiasmado que en las posteriores relecturas el criterio de selección pueda variarse sin alterar el resultado final, y esto es algo que se puede decir de muy pocos libros.

Pero ¿de qué habla este libro? Sin ánimo de menoscabar su diversidad, me atrevo a sugerir que hay algunos temas recurrentes sobre los que las notas se recrean con asiduidad en las respectivas partes en las que está dividido, partes muy similares entre ellas, salvo la primera, de contenido más biográfico, con un discurso elaborado en función de la historia que se desea rememorar. Quizá sea la reflexión de carácter poético la que mayores alusiones concita, desde el «Poema corto: sé breve y dínoslo todo» al «En la línea invisible entre lo decible y lo indecible: el poema lírico», pasando por «El poema que quiero escribir es un imposible. Una piedra en el agua». Son sólo algunas muestras de metapoesía que mezclan intención y consecuencia, por más que esta última nunca sea definitiva. Es un lugar común afirmar que cuando el poeta habla de otros poetas, en realidad, lo que hace es hablar de sí mismo («Es verdad que casi todos los poetas hablan profusamente de sí mismo», escribe Valéry), pero acaso porque «La poesía es un modo de conocimiento, pero la mayor parte de la poesía nos dice lo que ya sabemos», encuentro algunas divergencias notables entre el modo de hacer que parecen defender sus postulados y sus propios poemas, más planificados que si procedieran sólo de la intuición, menos abocados a la inefabilidad de lo que parecen sugerir esa involuntariedad compositiva. Por supuesto, el poeta intenta dar a la palabra mayores propiedades que las meramente comunicativas, pero también es cierto que se halla inmerso en una realidad histórica —y Simic particularmente lo está, al ser un inmigrante y haber nacido en una región europea históricamente convulsa, Los Balcanes— determinada que debe observar con capacidad crítica y para lograr tal cosa, la palabra poética debe anegarse de presente, del material de la memoria sí, pero liberado de la temporalidad para apropiarse, para diluir la circunstancia cotidiana. Quizá surjan de aquí, de esta presunta contradicción, reflexiones como éstas: «La poesía es un modo de conocimiento, pero la mayor parte de la poesía nos dice lo que ya sabemos» o «Impulsos contradictorios a la hora de hacer un poema: dejar las cosas como están o volver a imaginarlas: representar o recrear; someterse o afirmar; artificio o naturaleza, y así todo. Como la vaca, el poeta debería tener más de un estómago».

Hay otra muchas cosas en El monstruo ama su laberinto. Hay disquisiciones filosóficas— algunas de la cuales tiene que ver también con la poesía, como éstas: «El poema moderno implica una filosofía y una estética modernas. Toda poesía escrita en esa clave es incomprensible si no se comprende la historia intelectual moderna», que abunda, según creo, en la idea que hemos expuesto más arriba, al reclamar una modernidad que, entre otras cosas, destierra de lo sublime la clásica noción de belleza e incorpora lo siniestro, lo informe, lo feo o lo sórdido, por ejemplo—, estudios sobre estética (la función del crítico es analizada con cierto humorismo), observaciones de carácter psicológico o sociológico (sus diatribas contar los nacionalismos son apasionadas e incostestables), apuntes biográficos (sobre todo en la primera parte), aforismos propiamente dichos: «El poema en prosa es como un perro que habla», «Conciencia: la bombilla que nos dan al nacer» (todo un tratado sobre los límites de la conciencia, en una frase) o «La belleza de un instante fugaz es eterna», por ejemplo, pero abundan también apuntes relativos a sueños, con un componente, como es lógico, mayor de irracionalidad, y a los recuerdos, en los que la mirada irónica suele estar presente, acaso para restarle dramatismo al destino. Todas estas cuestiones están intercaladas con mayor o menor intensidad en alguna de las partes del libro, porque no son secciones estancas, agrupadas por temas, sino prodigiosas misceláneas de ideas e impresiones, porque muchas de las entradas podrían figurar en otra sección, o en más de una al mismo tiempo. Lo que si resulta del todo evidente es que nos encontramos ante las anotaciones de una mente que se encuentra en permanente estado de alerta, ante un pensamiento que se construye en la propia escritura, como parecen sugerir las notas sobre la creación poética, unas notas que nos recuerdan a las del leopardiano Zibaldone di pensiere, a los Fragmentos de Novalis y, cómo ignorarlo, a los inconmensurables Cuadernos de Valéry.

El libro se complementa con un maravilloso epílogo escrito por Seamus Heaney en forma de entrevista. A través de un interlocutor instruido y algo capcioso, Heaney se muestra contundente: «Sus imágenes tienen un don asombroso para abrir un camino interior hacia una conciencia mítica latente, y a la vez otro exterior hacia el mundo», tal vez porque su escritura, su vida («Mi vida está a merced de mi poesía», escribe) es una constante interrogación sobre la realidad, sobre el mundo y sobre sí mismo. Esta especie de dietario intelectual nos muestra a un poeta convencido del valor de la palabra como instrumento para robar un fragmento de eternidad al Tiempo, una palabra que el excelente traductor que es Jordi Doce, con su solvencia y su buen hacer habitual, nos muestra en toda su amplitud de registros. El monstruo en su laberinto es un libro que se resiste a ocupar su lugar en la estantería, prefiere el espacio más cercano del escritorio, dispuesto a acudir en nuestra ayuda sin necesidad de levantarnos de la mesa. El lector no debe desperdiciar la oportunidad de tener en un mismo volumen, como si fuera una enciclopedia, los recuerdos, las reflexiones y las experiencias de un poeta que convierte el acto de la escritura en un ejercicio vital en el que se mezclan imaginación e inteligencia con naturalidad. Lograrlo no es tan fácil como parece. Hay una buena nómina de intentos fallidos tanto poéticos como filosóficos. Basta acudir a una biblioteca para comprobarlo.


CARLOS ALCORTA